El perchero sigue abarrotado de abrigos tras la puerta. Quizá tres, puede que cuatro, apiñados unos sobre otros y por debajo de ellos, puede que algún bolso o alguna bufanda. Escarbando podría encontrar aquel gorro de lana que hace siglos que no usa porque ni siquiera recuerda que está allí abajo. Al fondo, el paraguas. Lo compró en rebajas; el paraguas transparente de moda, el que atraería las miradas de la gente, más preocupada por llegar a sus destinos moderadamente secos que en valorar el diseño de los artilugios anti-lluvia de los que pasaran por allí, pero ella confiaba en que sería la sensación del otoño.
En el pasillo, sus zapatos. Atravesados, inertes, a su suerte. Diariamente repetía el ritual de lanzarlos a la vez que sonaba el portazo tras su espalda. Llegar a casa solía ser sinónimo de autoprotección. Ese portazo era el abrazo de su guardaespaldas y deshacerse de los zapatos, la confirmación de que ya estaba segura. Percibía un placer difícil de describir al recorrer descalza aquel pasillo y celebraba, a veces, no haber puesto madera ni tarima ni nada de esas cosas que quitasen la agradable sensación de frío al caminar por él. Pisaba tierra segura, territorio propio. Su guarida.
Aunque nada comparable con librarse del broche del sujetador, "el yugo opresor de la mujer del siglo XX". Ojalá tuviese el valor de prescindir de él. Cuando pasa junto al espejo superlativo que cuelga en la pared, se observa. Se analiza. Y se habla. Ojalá yo fuese capaz de salir a la calle sin esta tortura pero no sé... no me veo. Chica, realmente creo que estás increíble para tu edad... pero no me atrevo, nunca fui de fantasear.
Al fondo, una pequeña lámpara ilumina el salón. Algún día tendría que ordenar los recuerdos de aquel lugar, tan íntimo y tan atropellado de vivencias pero el orden requiere de tiempo y de voluntad, quizá más de lo segundo. La voluntad es una asignatura que comenzó a suspender la noche de agosto en que descubrió que los castillos de naipes podrían volar con sólo abrir una ventana. Ahora, bajo la cálida luz que nacía de la mesita y el silencio de la playa cercana, besaba despacio una copa de Ribera del Duero. La sangre de la tierra. Bendita la uva de entre todas las creaciones del universo. Busca su postura ideal; espalda bien apoyada, piernas recogidas y los pies bajo un cojín. Una mano hace el ademán de masajear un poco sus cansadas piernas. Ya no hay estrés, ni trabajo, ni ruidos molestos a su alrededor.
Toma la copa, la acerca a sus labios, siente fluir el vino por su garganta y respira.
Fotografía de Lydia Fernandez Tapia (@lydia_fdz)