La persiana se arrastra, tediosa, intuyendo aceras de lluvia y árboles de
viento frío como los cristales del ventanal en un día negro cual punto más
profundo del más oscuro abismo. Renegando las sorpresas, a la hora en que los
relojes traicionan sin respeto a los sueños inacabados, ni el burbujear de la
cafetera devuelve a nadie a la vida ni Dios se desborda en generosidad inmensa
con aquel que mordió la noche para madrugar más que los demás. A esa hora todo
es frío. El suelo que pisas es frío, el locutor de la tertulia de la radio es
frío, tu reflejo en los espejos es frío, la primera lágrima que brota de la
ducha es de un frío casi abatido.
Abarcas con tus propios brazos el contorno de tu cuerpo para no dejar ni un espacio al acecho de la madrugada. Para unos todavía es anoche, para ti ya es el día siguiente aunque el sol ni siquiera haya sido convocado al aquelarre de bostezos y ojos vencidos.
A esa hora en que la taza de café está servida, lista para que una cucharita forme círculos en su interior mientras una mente abstraída sigue añorando fantasías entre mantas abrigando su cuerpo, es seguro que dos amantes, en algún lugar del mundo, enciendan mil velas de pasión, liberados de cualquier resguardo.
Es la resignación del afortunado que tiene un empleo del que se queja porque puede aún a sabiendas de que no debe –pensarás.
Hay una especie de claridad tras la ventana, unos lo llamarán “la mañana”, tú ni siquiera te has detenido en ponerle un nuevo nombre. Tras el largo inclinar de la taza y el amargor consiguiente del café, asumes tu rol de guerrera. El sol tardará en salir, allá él si no logra atraparte. Esa batalla la vas ganando tú.