Era martes o miércoles… o jueves. Era
verano. Era un día que respiraba por sí mismo y en el que, algo por dentro, reventaba
de manera imparable. A veinte metros de nosotros, la lengua de espuma lamía la
orilla de un Atlántico único e irrepetible y tú, vestida de miedos y abrigada
de inseguridades, mirabas cómo el sol se dejaba embeber sobre el horizonte
rojo.
Algún día me harás una foto—me
dijiste. Mientras marcabas unas líneas como quien pinta en el cielo, decías:
Será “la foto”, la imagen de mi nuevo “yo”, la proyección de la que quiero ser
a partir de ahora. Te escuché y asentí, seguro de que lo que decías no se
cumpliría; seguro de que lo que sentías era cierto y real.
Algún día- repetías.
Al siguiente. No hubo más demora, no
necesitaste más esperas. Al día siguiente. Así fue como te dejaste pintar,
fuiste lienzo. Ya no hubo miedos, ya no hubo inseguridades aquel martes o
miércoles… o jueves de aquel verano.
No hubo más olas besando orillas
mientras deshojabas las flores del quizás, tan sólo una habitación y una cámara.
Y un objetivo posándose en ti; en tu espalda (hasta entonces) débil, en tus
ojos (hasta entonces) tristes, en tus manos (hasta entonces) huecas.
Algún día – decías. Y se cumplió.
Se cumplió para que las cortinas
volaran y la camisa sobre tu piel fuera ligera y la luz se colara sin pedir
permiso, llenando el espacio como quien invade un mundo nuevo.
Eras feliz. Desnuda de ti y libre de
todo. Doblemente desnuda, doblemente libre y eso me hacía feliz a mi porque
también vestí traje de miedos y abrigo de inseguridades durante mucho tiempo,
porque dudé mil veces limitándome y mil veces más temblaba ante el reto de
mirar la desnudez desde otro prisma; porque me sentí participe de tu escapada
anhelada, de ofrecerte, a golpe de obturador, ese nuevo “yo” que soñabas la
tarde anterior mientras tus pies y tus manos se hundían en arena blanca.
No recuerdo si era martes, o
miércoles… o jueves, ¿Qué más da? Era verano.