El pulso se le dispara como si buscara escaparse del cuerpo insulso y corriente que lo atrapa y lo limita al punto de hacerlo sentir vulgar. La mira mientras habla. La observa. La admira. Ella es ajena a aquellos instintos porque para ella, el pulso acelerado es una anécdota, a veces sin sentido. Para ella, existir se ha vuelto una rutina necesaria y sonreír, un viaje al espacio exterior. Pero en ese instante, ella sonríe sin miedo a los juicios; sonríe porque se adivina feliz. Sonríe él también, creyendo, a veces, que ella destila vida porque está junto a él, junto a alguien tan parecido a todos los demás que si lo cambiasen por otro nadie lo notaría, aunque crea que lo mira, de reojo, entre carcajada y carcajada. Escucha su risa y sueña parar el tiempo para siempre. Imagina un espacio sin efectos ni bandas sonoras, ni explicaciones, ni actores secundarios. No sabe si habrá otro momento como ese, proyectado o casual y desea prolongarlo al máximo de su estiramiento; si leerá sus mensajes, si captará sus bromas, si volverá a mirar de reojo alguna vez para darle rango de protagonista.
Él sólo la mira, como quien vive una aparición y no sabe lo que siente, apurando los latidos de hoy. Casi la venera. Que este segundo no acabe. Así, quizá mañana vuelva a imaginar.
(Fotografía de Michele Della Guardia)