Baja la Calle La Victoria con paso constante, taconazo a taconazo, sujetando con una mano su pamelita blanca y portando en la otra un minúsculo bolso de color "indefinido" que, seguramente, conservaría desde su juventud. No sé calcular su edad, pero siempre ha sido mayor; yo la conocí ya vieja y así sigue. Es de esas personas que parece que son eternas, pero que transmiten la fragilidad de la espuma, débiles en su avance por la acera... con el halo de haber sido grandes en un pasado, quizá demasiado lejano.
Pero ella camina altiva, ajena a la mirada indiscreta de la chica que se la cruza a la altura de lo que, antiguamente, era el cine Andalucía... ese que se quemó de manera misteriosa... La chica luce un minipantalón vaquero, tan liviano y apretado que parece fabricado para que su culillo respingón pueda respirar a cada paso, y levanta sus gafas oscuras, mientras gira la cabeza hacia la señora octogenaria que mantiene el equilibrio sobre unos viejos tacones. Quizá su mirada sea de admiración hacia "una anciana con tacones", quizá sea de aversión ante "una anciana con tacones"... pronto olvida la aparición en la acera y prosigue, en sentido contrario, su marcha.
Cruza hacia el Astoria y, en ese momento, recuerdo su nombre: ROSA. La "seño" de párvulos. La seño de la otra clase de párvulos, la seño que yo quise que fuera para mí, para siempre, porque era la mayor de las seños y por ese simple detalle, me parecía la mejor. Hablaba de payasos con ojos que giraban en círculo, de médicos que curaban a los niños enfermos con un jarabe que fabricaban las flores amarillas del patio y de tribus africanas que pedían lluvia al cielo bailando, en corro, a la pata coja...
...La seño Rosa... Tocaba la guitarra y con dos toques de triángulo nos recogía en el recreo. Puede hacer treinta años que no la veo. Y está ahí, ante mí, con una Pamelita blanca, como si fuese a una boda. Me gustaría saludarla, pero es imposible que me recuerde; hace muchos años, fueron muchos niños. Todos iguales, con uniforme y flequillo recto, ellos; con uniforme y coletas, ellas.
Está a unos pasos de mi. Los golpes de sus tacones vibran bajo mis pies.
- ¿Doña Rosa...? - casi no me sale la voz. Ella levanta la cabeza, como a cámara lenta y me mira. No dice nada, solo sonríe despacio. Vuelvo a hablar. - Doña Rosa...
No le quito ojo a su cara llena de arrugas, y pienso que no cabe ninguna más. Haciendo acopio de valor, ataco de nuevo: ¡Gracias...! (Un "gracias" sin medida, sin anestesia...a bocajarro)
Vuelve a sonreírme. Levanta su arrugada mano como diciéndome adiós; con la oscuridad de un día nublado, contesta: "Gracias a vosotros".
Baja la cabeza y prosigue su paseo hacia la Plaza de la Merced. La Plaza es un sitio antiguo, el ambiente es viejo... la seño Rosa es casi tan vieja como el atrezzo de la escena. Camina paralela al bodrio de plaza que, una vez, fue punto emblemático de la ciudad y hoy es un catálogo de cementos y un muestrario de litronas.
Es curioso. Agradecerle a alguien su existencia y dedicación. Nunca hablé con ella, nunca habló con mis padres. Pero tiene ese algo, ese sabor a vieja escuela que se está perdiendo. Será por eso el agradecimiento.