Día de Navidad del año 2016. Me siento a escribir con la sensación de que algo se está haciendo mal. Leo en la prensa del día que una asociación benéfica de mi ciudad ha repartido 3000 menús "de lujo" (medio pollo asado, patatas fritas y una tortilla precocinada) para que otras tantas familias pasen una Nochebuena digna; que otra asociación da comida y cena, a diario, a casi 2000 personas sin recursos en su comedor; y que varios colectivos sociales "festejan" el éxito de la recogida de un montón de juguetes usados para repartir... por no hablar del enorme drama que vivimos a unos pocos de miles de kilómetros hacia el este, y a menos de cincuenta, hacia el sur.
Algo estamos haciendo mal.
Pero pienso en esos 3000 menús donados, en esos voluntarios dejándose el tiempo y las lumbares en atender a quien lo necesita, en ese comedor vivo de personas sin nada que perder (porque ya no tienen nada), en esos juguetes que llegarán una mañana de Enero a las manos de un montón de niños que sonreirán; incluso en aquellas personas que querrían aportar algo, pero a día de hoy no pueden... y cambio el gesto y creo que aún hay una esperanza para tantas familias que nos necesitan, ya sea cerca de nuestras casas o a unos pocos de miles de kilómetros hacia el este, y a menos de cincuenta, hacia el sur.
Y dejo escapar una sonrisa y hasta cambio el discurso cuando alguien me desea una feliz Navidad sin ni siquiera saber lo que están diciendo. Yo les deseo lo mismo, a mi manera, con el residuo de fe que me queda, la que me regalaron mis padres y mis catequistas. Y, manque me pese, yo también uso esa misma frase para con quien me la regala, Feliz Navidad. Al fin y al cabo, es lo que todos queremos, felicidad. A ser posible, para el mundo entero.
Por desear que no quede.