De cuantos huecos había vaciado para una posible mudanza, su favorito era el baúl de madera que llegó a su casa en la Navidad del 79. Ella tenía cinco años, pelo largo, infinita imaginación. Era capaz de dar vida a aquel baúl, que por entonces le parecía enorme, para adaptarlo a sus necesidades: podía ser un cofre que los piratas pretendían birlarle a ella, indefensa princesa que surcaba los mares o podía ser el botín de la diligencia que conducía entre desiertos del lejano oeste, con monedas de oro que castañeteaban entre sí a cada salto del convoy. Hoy es un preciado recuerdo al que no encuentra lugar como otras tantas cosas en su vida. Pero sigue apilando cajas. El baúl quizá se quede aquí. O quizá lo lance por la ventana... ¡yo qué sé!
Hay que recoger pronto, me atrapa el reloj, me va a hundir este calendario que sólo corre y corre. Suena la lluvia fuera. Lo que me faltaba. Todos los miedos están apilados, metidos en cajas con precinto para que no salgan en el momento menos indicado. Me dejo alguna lágrima sin empaquetar, tampoco creo que sea necesario hacer de esto un drama. Lo de hablar contigo misma se está haciendo tan habitual como los cambios de humor, los cambios de opinión, los cambios, los cambios... los cambios.

Parece que ha dejado de llover. ¿Y si sales a pasear descalza?