Con puntualidad
británica, cinco minutos antes de las ocho de la tarde, ella se
acerca a su ventana y desliza la hoja por el rail de la cristalera,
ya antigua y estropeada por el paso de los vientos y los besos del sol. Asoma
un poco la cabeza para controlar el escaso vaivén de criaturas andantes bajo
ella y elige una postura en la que su camisa, de un blanco único, llame la
atención de aquel vecino que la saluda a diario.
Con
puntualidad británica, cinco minutos antes de las ocho de la tarde, él apura el
café que se le ha quedado frío mientras sube y baja el pasillo de su piso haciendo
no sé qué cosa de última hora. Él, que convirtió la procastinación en su
filosofía de vida, ha aprendido a priorizar y antepone ese momento a cualquier
otro. Para esto no hay excusas y sale a la terraza cubierto de ganas con la
esperanza de que su vecina estuviese allí, haciendo cotidiano el ritual
encuentro.
Con
puntualidad británica, cinco minutos antes de las ocho de la tarde, ambos se regalan
un saludo. Dos mundos distantes años luz que se aproximan cuando, desde algún
perdido rincón de la calle, unas manos anónimas comienzan a “tararear” la
música de los aplausos que es imitada por otras manos que, a su vez, provocan
el contagio de otras y de otras y de otras más hasta que llegan a su terraza
para que él, con un gesto de solidaria satisfacción la mire, desde el otro lado
del universo y la invite a aplaudir también. Ella devuelve la propuesta con una
sonrisa tímida y un palmeo, tibio al principio pero afianzado poco tiempo
después, acompasando su latir al de su vecindario y sabiéndose el centro de atención
de aquel hombre del otro lado de la calle.
Puede ser la camisa blanca, puede ser la
agradable temperatura y la leve brisa que mece las nubes de un atardecer rojizo
y primaveral. Puede ser que esos planetas tan lejanos hayan decidido detenerse
al tiempo. Mientras todo sigue su cauce y la evolución se prolonga y las
estaciones pasan una tras otra, el cosmos se ha tomado un respiro entre un
balcón y otro justo al acabar los aplausos. Se escuchan ventanales que recorren
ruidosos su camino hasta cerrarse y chocar estrepitosos al encuentro, se
escuchan los pasos de unos chicos que corren, sudorosos, desordenados, por
entre los árboles de la calle y se escucha también el silencio de un vecindario
que, tras más de cincuenta días ha aminorado la tensión de este momento para
transformarlo en un gustoso trámite.
Él y
ella mantienen, con disimulo, sus cuerpos a la vista. Él hace como que mira el pasar
de algún coche, ella enciende el que promete que será el último cigarrillo del
día. Cualquier excusa es buena para mantenerse frente a la persona que les ha
dado la vida en vida, en mitad de una pandemia, de la manera más inesperada,
conscientes de que todo pasará y que, cuando ese momento llegue, sus vidas
serán diferentes pero aprendiendo a ser felices de mantener, al menos, este instante
cómplice.
Como
quinceañeros que no saben acabar una llamada telefónica, de lado a lado de la
calle se duda acerca de quién será el primero en cerrar la ventana. Cuando esto
ocurre, cada cual sigue con su aplauso interior. Él sonríe satisfecho y se
autoproclama campeón del mundo en el amor, celebrándolo mientras se sirve una
copa de vino. Ella sonríe satisfecha cuando pasa ante un espejo donde se ve
preciosa con esa camisa que decide entreabrir y dejar que la imaginación haga
el resto del trabajo.
Esto es
cuarentena también.
Bonita escena de pandemia. :)
ResponderEliminarAbrazos,
Muchas gracias. Seguro que hay alguna así en la vida real. Un saludo!!
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