(A colación de la entrada anterior, una historia)
Ayer por la tarde encontré por casualidad a una persona a la que atendí en mi primer trabajo, hace ya 16 años, en un Centro Asistencial. Su nombre es lo de menos, aunque le voy a rebautizar como “HACHE”. Estaba sentado, junto a otro hombre que también me resultaba conocido, en un banco, cerca de ese Centro, en el cual, imagino que sigue viviendo. Y lo reconocí por su voz: ronca, potente, pero como falta de aire.
HACHE era de los más independientes y autónomos de su Unidad. Aparte de las tareas comunes, tenía algunos trabajillos más, como ir a la cafetería a por nuestros cafés y quedarse con el cambio, diciendo que “no le habían devuelto nada” . Entraba y salía cuando le daba la gana y más de una vez llegó a la cena borracho, oliendo a anís barato. Era un seductor, fumaba 12 ó 15 cigarrillos diarios (que se supieran) y era, sobre todo, un tío entrañable con un cerebro de oro y un C.I. muy por debajo de la media.
Desde donde yo estaba le lancé un grito:
- ¿HACHE?. Esperaba respuesta por su parte, aún a sabiendas de que no se acordaría de mí
HACHE se puso en pie, se giró y al mirarme, volví a preguntar.
- ¿Cómo está usted?
- Pues muy bien, caballero, ya me ve (hablándome como si hiciese diez minutos que no nos veíamos). Yo no tengo problemas, la vida una vez ya se rió de mí, y ahora soy yo el que se ríe de la vida. –y continuó- Y a usted, ¿qué tal va?
- Tirando –le contesté
Y abriendo los brazos enérgicamente, separándolos de su rechoncho cuerpo, como si fuese a echar a volar, dijo en voz muy alta:
- ¡Pues ríase usted también de la vida, amigo.!
Le miré, se sonrió y se volvió a sentar junto a su compañero, que no había movido un solo pelo de su cuerpo en todo el rato, como si no hubiese pasado el tiempo. Arranqué y continué con lo que estaba haciendo.
Durante más de 15 minutos no pude dejar de llorar.
Alguien dijo que estas personas eran MAESTROS DE LAS COSAS ESENCIALES. Todavía no he encontrado una definición mejor.
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