Como siempre digo, ni sé ni sabré muy bien el por qué cada Martes Santo voy detrás del Cristo de mi barrio en su procesión de 14 o 15 horitas, la verdad. Yo no sé si eso se puede llamar fe o no pero tengo la sensación de que, si no voy, estoy haciendo algo malo... no me preguntes de dónde saco esa conclusión, pero es así.
Ayer era el día, mi hija con su túnica y su capirote guardados. Yo con la mochila del bocata y las chocolatinas sin preparar. Ayer no era día de procesión, sino de continuar con nuestra rutina, a la que ya nos estamos acostumbrando y que cada vez se hace un poquito menos dura, al menos para los confinados, los que trabajan es otro cantar.
Una semana santa extraña, unos días bastante surrealistas, una misión demasiado fácil, a priori: quedarse en casa. Los capillitas, semanasanteros y hosteleros tienen esta año más motivos que nunca para encender velas y pedirle a sus titulares, con la máxima devoción, que no vuelva a ocurrir algo así. Tampoco queremos acostumbrarnos.
Salud para todos.
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